Corre

No pude pensar en nada más que no fuera correr. Huir, salir de ahí. Empecé a correr como si dos perros enfurecidos estuviesen persiguiéndome, con toda la rabia que salía de dentro. El corazón empujaba los pies, las lágrimas humedecían mi paso y las uñas se me clavaban en la palma de la mano. Ni siquiera podía oir la música que salía de los auriculares. Tenía una meta puesta al final del camino, donde nadie podía oirme, podía gritar y llorar todo lo que quisiese, nadie me miraría con cara de pena o como si fuese una tía rara.

Cuando por fin llegué al centro del bosque, me paré en seco, intentando recuperar el aliento. Las piernas me temblaban, creo que jamás habían hecho tanto esfuerzo físico. Pero había merecido la pena. Ahí me encontraba, en mitad de la nada, sola, rodeada de árboles que llegaban al cielo, piedras cubiertas de musgo y rastros de nieve en los laterales del camino. Ahí es cuando tenía que gritar y dejar salir toda mi rabia, toda mi tristeza. Pero no pude. Estaba demasiado hipnotizada por los efectos del mismo bosque, el olor a hierba húmeda, el aire limpio, el cielo azul que se expandía entre las ramas de los árboles.

Y por fin lo entendí. Somos efímeros. Sólo soy una diminuta parte de ese bosque, algo insignificante, como una hormiga. Y entonces entendí, que las cosas importantes sólo tienen la importancia que queramos darle.